El soldado y el bocadillo del más allá
La madrugada se arrastra como un animal herido por los pasillos desiertos del cuartel. El aire está cargado de un frío que traspasa los huesos y el silencio es tan absoluto que parece capaz de romperse en cualquier momento. En su puesto de guardia, el soldado siente cómo cada latido de su corazón resuena como un tambor en la oscuridad. De repente, unos pasos fantasmas se acercan, firmes y medidos, haciendo eco en la piedra helada. De las sombras emerge la figura de un oficial con uniforme impecable, cuya mirada vacía parece absorber la poca luz que queda en el corredor.
La petición en la penumbra
El oficial se detiene frente al soldado, su respiración no empaña el aire gélido y su sombra se retuerce de forma antinatural contra el muro. Con voz que parece llegar desde el fondo de un pozo, pide un trozo del bocadillo de jamón que el joven sostiene con manos temblorosas. El soldado, paralizado por un terror primitivo, entrega el alimento sintiendo cómo los dedos del oficial rozan los suyos con la frialdad de la tumba. La figura se desvanece entonces en la oscuridad, dejando tras de sí un olor a tierra mojada y descomposición.
La verdad emerge al amanecer
Cuando el sol sangriento del nuevo día ilumina el cuartel, el soldado descubre la verdad que lo hará enloquecer. Al mencionar el encuentro, sus compañeros palidecen y le muestran una fotografía amarillenta del oficial que visitó su guardia. El hombre murió hace exactamente siete años, durante otra madrugada idéntica, aplastado por un tanque en estos mismos patios. Desde entonces, su espíritu vaga por los pasillos buscando algo que nunca encontrará, condenado a repetir eternamente su última guardia.
A veces pienso que el verdadero terror no son los fantasmas, sino descubrir que la muerte es tan burocrática que incluso los muertos siguen haciendo sus rondas.
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