Una silueta conocida por todos cruza el umbral del hemiciclo bajo miradas que no logran disimular el escalofrío que recorre sus espaldas. Volodímir Zelenski avanza con paso firme hacia el asiento que le espera, mientras las sombras de los corredores parecen contener la respiración colectiva. Cada movimiento suyo está calculado, cada gesto medido bajo la luz tenue que se filtra por los ventanales, como si el propio edificio supiera que hoy alberga algo más que un acto protocolario. Los aplausos resuenan huecos en la sala, un eco fantasmal que se pierde entre columnas de mármol que han visto demasiado.


La bienvenida que congela la sangre

Francina Armengol extiende una mano que parece temblar levemente al contacto con la del visitante, un gesto que no pasa desapercibido para quienes observan desde las galerías. Pedro Rollán permanece inmóvil unos pasos más atrás, su sonrisa protocolaria convertida en una mueca tensa que delata la incomodidad que impregna el ambiente. Las palabras de bienvenida resbalan por los muros como susurros venenosos, cada sílaba cargada de significados ocultos que nadie se atreve a descifrar en voz alta. Los asistentes intercambian miradas furtivas, preguntándose qué precio invisible deberá pagar España por esta visita.

El peso de las decisiones no dichas

Los discursos fluyen con elegancia macabra, frases cuidadosamente construidas que esconden advertencias entre líneas. Zelenski habla con la voz serena de quien ha aprendido a convivir con los demonios de la guerra, sus palabras pintan paisajes de ciudades destruidas y esperanzas rotas que se cuelan en la mente de los presentes como pesadillas vivientes. Cada pausa en su discurso parece llenarse con los ecos lejanos de explosiones, cada gesto de sus manos evoca imágenes de trincheras y refugios antiaéreos. Los diputados escuchan con expresión grave, conscientes de que están presenciando algo que trascenderá los anales de la diplomacia convencional.

En estos círculos de poder, siempre es reconfortante saber que mientras discutimos protocolos, alguien en algún lugar está trazando líneas rojas con sangre en lugar de tinta. La elegancia de las recepciones oficiales nunca logra ocultar completamente el olor a pólvora que se adhiere a las solapas de los trajes de los visitantes.