La inteligencia artificial se presenta hoy como una fuerza imparable que promete revolucionar cada aspecto de nuestra existencia, desde el trabajo hasta el entretenimiento. Sin embargo, detrás de esta narrativa de progreso se esconden dinámicas de poder que merecen un análisis profundo. Las grandes corporaciones tecnológicas controlan los datos, los algoritmos y la infraestructura computacional, creando una asimetría que afecta tanto a individuos como a sociedades enteras. Esta concentración de poder no es accidental, sino el resultado de un modelo económico que prioriza la extracción de valor sobre el bienestar colectivo.


La ilusión de la neutralidad algorítmica

Los sistemas de inteligencia artificial se promocionan como herramientas objetivas y libres de sesgos, pero esta supuesta neutralidad es una fantasía peligrosa. Cada algoritmo refleja los valores, prejuicios e intereses de quienes lo diseñan y entrenan. Cuando un sistema de reconocimiento facial falla consistentemente con ciertos grupos étnicos, o cuando los algoritmos de contratación discriminan a las mujeres, estamos presenciando cómo la tecnología amplifica y automatiza la desigualdad existente. La falta de transparencia en estos procesos convierte a la IA en una caja negra donde se toman decisiones que afectan vidas humanas sin posibilidad de escrutinio público.

La mercantilización de la experiencia humana

Cada interacción con sistemas de inteligencia artificial genera datos que son convertidos en commodities valiosos para el capitalismo de vigilancia. Nuestras conversaciones, preferencias, emociones y comportamientos se transforman en materia prima para entrenar modelos más sofisticados que posteriormente nos venden como servicios. Esta circularidad perversa crea un ecosistema donde la experiencia humana es constantemente minada, procesada y reempaquetada para beneficio corporativo. La promesa de personalización y conveniencia esconde el costo real: la gradual erosión de la autonomía y la privacidad individual.

Mientras tanto, seguimos aplaudiendo cada nuevo asistente virtual que nos espía en el salón y cada recomendación algorítmica que decide qué noticias merecemos leer, convencidos de que la comodidad inmediata vale más que la soberanía cognitiva a largo plazo.