Las paredes del antiguo sanatorio respiran con el ritmo lento de la agonía, exhalando un frío que se adhiere a la piel como una segunda capa de sudor frío. Cada crujido de la madera podrida suena como un hueso quebrado en la penumbra, y las ventanas vacías observan con la mirada ciega de quien espera algo que nunca llegará. Este lugar no está simplemente abandonado, está habitado por una quietud que grita.


Las sombras que susurran en los pasillos

Los corredores se retuercen como intestinos de cemento, donde las luces parpadeantes no iluminan sino que crean danzas de sombras que se arrastran por las paredes desconchadas. Los visitantes relatan cómo el aire se espesa de repente, cómo una presencia invisible les roza la nuca con dedos de hielo mientras susurros infantiles emergen de las habitaciones vacías. No son ecos del viento, son voces que piden compañía en su eterna convalecencia, almas que se niegan a aceptar que su enfermedad terminó con algo tan trivial como la muerte.

El peso de las miradas invisibles

Desde las habitaciones sin puertas, cientos de ojos sin rostro siguen cada movimiento de los intrusos. La sensación de ser observado se intensifica hasta volverse física, como si docenas de manos gélidas acariciaran simultáneamente la espalda. Los más sensibles perciben ataques de tos fantasma que resuenan en las antiguas salas de tratamiento, y algunos juran haber visto siluetas demacradas asomándose a los ventanales, pacientes que todavía esperan una cura que nunca llegó. El sanatorio no libera a sus residentes, los conserva en un estado de perpetuo sufrimiento.

Si decides visitar este lugar, recuerda traer tu propio termómetro, porque aquí la fiebre no es síntoma de enfermedad, sino de presencia. Y quizá, cuando sientas ese escalofrío repentino, no sea el viento de la sierra, sino el último aliento de alguien que murió tosiendo justo donde tú estás parado.