La tierra gime bajo nuestros pies esta noche, un quejido sordo que surge de las entrañas del Mar de Alborán. Apenas a dos kilómetros de profundidad, algo se ha removido, liberando una energía contenida que hace temblar los cimientos de Almería y Granada. Las calles, antes tranquilas, se llenan de un zumbido sordo y un crujido de cristales que precede al verdadero terror. No es el movimiento lo que aterra, sino lo que anuncia: el principio de algo que no debería haber despertado.


La falsa calma que precede al caos

Las autoridades insisten en que es un fenómeno moderado, que no hay daños significativos. Pero sus voces suenan huecas, lejanas, como un mantra repetido para calmar a las almas que ya intuyen la verdad. La alarma no es por lo que ha pasado, sino por lo que está por venir. Cada grieta en la pared, cada objeto que se balancea en el aire, es un recordatorio de que estamos suspendidos sobre un abismo que respira. Los organismos de emergencia vigilan, pero ¿pueden vigilar lo que no se ve, lo que se arrastra desde las profundidades?

Cuando el suelo deja de ser un refugio

La intensidad con la que se ha percibido el temblor no es una casualidad. Una profundidad de apenas dos kilómetros es una herida demasiado superficial, como si la corteza terrestre fuera solo una piel fina que algo intenta rasgar desde dentro. Los municipios afectados no son víctimas de la geografía, son testigos de un aviso. La tierra no tiembla, se estremece de miedo, y nosotros somos solo espectadores atrapados en su pesadilla. La noche del miércoles no termina con el temblor, solo abre una puerta que no debería haber sido tocada.

Al menos no hubo daños materiales... solo el daño irreversible a nuestra sensación de seguridad, un pequeño precio a pagar por recordar que vivimos sobre un gigante dormido que acaba de mover un dedo.