En fin. A los tres años me ponía a dirigir el himo de España cuando sonaba en la carta de ajuste de la tele, cantando a pleno pulmón chunnda chunnnda. Mis padres siempre han tenido la espina de la música, así que, a los 5 me apuntaron a solfeo, arruinando de esta forma tan simple mi infancia y parte de juventud, cuando el resto de niños iban a jugar a fútbol o a cualquier otra cosa (o simplemente descansar) a la hora de la comida o por las tardes, el pequeño miliet tenía que hacer malabares para ir a clase de piano, comer, hacer los deberes, ir casi cada tarde a Castellón a que el profesor de trompeta le hiciera llorar por no haber podido estudiar la lección, sentirse un completo estúpido, solitario y deprimido niño, levantarse a las siete de la mañana cada sábado (acostándose más, allá de las 12 de la noche del viernes por el ensayo de la banda del pueblo) para ir a otras clases de solfeo y coral y, en definitiva, convertirme en un ser asocial y tirando a autista (con un oído estupendo, eso sí), mediocre tanto en piano (terminé dejándolo hacía segundo de BUP) como en trompeta (del que terminé el grado medio en segundo de Carrera, fue un horror cómo la ortodoncia en séptimo de EGB convirtió en una tortura real algo que hasta entonces sólo era una asquerosa obligación psicológica), con algunos arranques compositivos (generalmente cuando estaba deprimido, lo que suele ser la mayor parte del tiempo, así que, tengo muchas cosas, todas mediocres).
Al final, muy, muy, al final de mi vida musical (prácticamente en segundo de Carrera, casi al acabar), fue cuando empecé a cogerle el gusto al tema (siempre aparte de esos pequeños momentos que sólo la música es capaz de regalarte: desahogarte llorando al suave blues del piano, hacer un solo de trompeta que salga perfecto, que algún colgado te diga que molas, y eso que sabe beber cerveza por la nariz).