En las sombras opresivas del casco medieval de Vitoria-Gasteiz, una presencia siniestra acecha entre los estrechos callejones empedrados, donde el eco de pisadas invisibles genera un escalofrío que se adhiere a la piel como un sudario húmedo. La noche se transforma en un laberinto de terror psicológico, donde los rumores susurran sobre un ser que no es meramente un noble decadente, sino una entidad bestial que se alimenta de la esencia vital de los incautos, dejando tras de sí un rastro de pavor que distorsiona la realidad y obliga a cuestionar cada sombra que se mueve en la periferia de la visión.


El acecho en la oscuridad

La criatura emerge cuando la luna se oculta tras nubes tormentosas, sus ojos brillantes como brasas en la negrura, instigando un miedo visceral que paraliza a los que osan vagar por esas calles ancestrales. Cada aliento se convierte en un susurro de agonía anticipada, mientras el aire se espesa con el hedor de la podredumbre, recordando a los moradores que la muerte no es un final, sino un convite eterno para esta abominación sedienta.

Víctimas del horror

Los relatos, teñidos de un suspense asfixiante, describen cómo el vampiro selecciona a sus presas con una astucia perturbadora, atrayéndolas hacia rincones olvidados donde el grito se ahoga en la soledad. La sangre derramada no es solo un fluido vital, sino un símbolo de la vulnerabilidad humana ante lo desconocido, evocando una inquietud que persiste en el subconsciente, como un eco de pesadillas que se niegan a disiparse.

Incluso en la búsqueda de lo macabro, algunos se burlan de la leyenda, atrayendo al vampiro con su propia estupidez, como si invitaran a una fiesta donde el anfitrión es la muerte misma, y el precio de la entrada sea un alma eterna condenada a vagar en tinieblas.