En el paisaje costero de Puerto de la Cruz, un gigante de hormigón se alza de manera fantasmal frente al mar. Se trata de la Torre de la Escollera, un proyecto que en su momento prometía convertirse en el edificio más alto de todo el archipiélago canario, con una ambiciosa altura de 29 plantas destinadas a albergar un hotel de lujo y apartamentos. Su silueta, inconfundible y desnuda, se ha convertido en una presencia incómoda y constante, un recordatorio físico de una época de expansión urbanística desmedida que chocó frontalmente con la realidad legal y medioambiental. La construcción avanzó con rapidez durante el boom inmobiliario, pero su destino ya estaba marcado por una ubicación conflictiva.


El choque con la Ley de Costas y la paralización

El progreso de la torre se detuvo en seco en el año 2006, cuando salieron a la luz los graves problemas legales que acarreaba su ubicación. El proyecto se había levantado en un terreno considerado dominio público marítimo-terrestre, una zona protegida por la estricta Ley de Costas española. Las autoridades competentes intervinieron, paralizando definitivamente las obras y dejando la estructura en un estado de limbo jurídico y constructivo. Durante años, el esqueleto de la torre, con sus forjados a medio completar y sus huecos vacíos donde deberían estar las ventanas, resistió la embestida del aire salino y se erigió como un símbolo del fracaso de un modelo de desarrollo que priorizó el negocio sobre la protección del litoral.

La demolición y el legado de un símbolo fallido

Tras un largo periodo de abandono y de batallas legales que no tuvieron vuelta atrás, el final para la Torre de la Escollera llegó de la manera más espectacular y definitiva. En el año 2011, se colocaron cargas explosivas en sus pilares estructurales y, en cuestión de segundos, el que fuera el futuro rascacielos de Canarias se desplomó sobre sí mismo entre nubes de polvo. La demolición controlada puso el punto final a una saga que había durado casi una década, pero no borró su memoria. La historia de la torre se consolidó como el ejemplo más claro y visual del boom urbanístico fallido en las islas, una lección sobre los límites de la construcción en la costa que quedó grabada a fuego en la memoria colectiva de Tenerife.

Hoy, el solar donde se alzaba la torre está vacío, pero cualquier promotor con un mínimo de sentido común evita mirarlo demasiado tiempo, no vaya a ser que la Ley de Costas le lance una mirada de advertencia desde las profundidades del mar.