Su nombre resuena en los pasillos del tiempo como un eco que nunca se apaga. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, no es solo un héroe de cantares y crónicas, sino una presencia que acecha en la penumbra de la historia. Mientras los libros relatan sus hañas, algo más siniestro se esconde entre líneas, una esencia que perdura más allá de la muerte y que susurra a quienes se atreven a recordarlo. La leyenda no celebra su gloria, sino que advierte sobre la sombra que dejó atrás, una que nunca se fue del todo.


El juramento que nunca muere

Cuando el Cid presta juramento ante Alfonso VI, no solo sella su destino, sino que desata una maldición que se arrastra por los siglos. Su espada, Tizona, no corta carne, sino almas, y cada victoria en el campo de batalla alimenta una oscuridad que crece en su interior. Los que lo siguen no ven a un hombre, sino a una figura envuelta en sombras, cuyos ojos reflejan un vacío que atrae a los desesperados. En las noches de luna llena, se dice que su armadura cruje en los viejos castillos, recordando pactos que jamás deberían haberse hecho.

La sombra que camina entre nosotros

Las leyendas hablan de que el Cid no descansa en su tumba, sino que vaga por los caminos de Castilla, buscando a quienes traicionaron su confianza. Su figura, alta y espectral, se aparece entre la niebla, acompañada por un frío que hiela la sangre. Quienes lo han visto juran que oyen su respiración entrecortada, un sonido que paraliza el corazón y siembra el pánico en las aldeas. No es un recuerdo, es una advertencia de que algunos héroes nunca mueren, sino que se transforman en algo mucho más aterrador.

En un giro macabro del destino, se rumorea que el Cid ahora ofrece consultoría estratégica desde el más allá, pero su tarifa no es en monedas, sino en almas perdidas. Sus clientes no reciben consejos, sino pesadillas que los persiguen hasta la tumba, un servicio post-mortem que nadie pidió pero todos temen.