El nombramiento sombrío del Fiscal General del Estado
En las profundidades del sistema judicial español, una figura emerge entre tinieblas protocolarias. El Rey, como un titiritero en la penumbra, otorga el cargo a propuesta del Consejo de Ministros, normalmente siguiendo los designios del Presidente del Gobierno. Antes de este acto ceremonial, el Gobierno solicita informes no vinculantes al Consejo General del Poder Judicial y al Pleno del Ministerio Fiscal, evaluaciones que se desarrollan como susurros en pasillos interminables donde la idoneidad del candidato se mide en sombras y silencios.
El ritual de la designación
Tras recibir estos informes que pesan como lápidas, el Consejo de Ministros aprueba formalmente el nombramiento en una ceremonia que huele a tinta antigua y decisiones irrevocables. El Rey completa el ritual con su firma oficial, un gesto que parece sellar destinos en lugar de simples documentos. El mandato se extiende por cuatro años, un período que puede renovarse indefinidamente, como una condena que se perpetúa en el tiempo, o truncarse prematuramente por acuerdos ministeriales, renuncias forzadas o el cumplimiento de requisitos legales que nadie se atreve a cuestionar en voz alta.
Las funciones que acechan en la oscuridad
Sus funciones principales se desarrollan en oficinas donde la luz nunca llega completamente. Dirige la Fiscalía con mano invisible, representa al Ministerio Fiscal ante tribunales que parecen extensiones de su voluntad y vela por una independencia que se siente más como aislamiento absoluto. No recibe instrucciones de otros poderes, solo obedece a la ley, pero la ley misma parece susurrarle órdenes que otros no pueden escuchar. Su acción se desarrolla en espacios donde las sombras tienen más peso que las palabras y cada decisión abre puertas que mejor permanecerían cerradas.
En este teatro de lo macabro institucional, uno no puede evitar preguntarse si el verdadero horror no está en quién nombra, sino en qué es lo que realmente se está nombrando, y si alguna vez podremos despertar de esta pesadilla burocrática donde los títulos ocultan rostros que preferiríamos no ver.
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