Exigimos a las escuelas que ofrezcan menús equilibrados con verduras frescas, proteínas de calidad y frutas de temporada, mientras nuestras propias alacenas están repletas de galletas industriales, refrescos azucarados y platos precocinados. Esta contradicción refleja una desconexión entre el discurso público sobre alimentación infantil y los hábitos privados de compra, donde la conveniencia y el precio suelen primar sobre el valor nutricional.


El doble rasero alimentario

Mientras firmamos peticiones para eliminar las máquinas de vending en los institutos, llenamos el carro de la compra con snacks hipercalóricos que después consumimos en familia. Las etiquetas de los productos que adquirimos para el hogar revelan frecuentemente altos contenidos en azúcares añadidos, grasas trans y aditivos, los mismos componentes que denunciamos en los menús escolares cuando no cumplen los estándares.

Consecuencias en la educación alimentaria

Los niños internalizan este conflicto como un mensaje contradictorio: en el colegio aprenden pirámides nutricionales que luego no ven reflejadas en sus casas. Esta incoherencia educativa dificulta la creación de hábitos saludables duraderos, pues los menores perciben la comida sana como una imposición externa rather than un valor familiar. La falta de coherencia entre lo que predicamos y lo que practicamos debilita cualquier esfuerzo educativo en materia nutricional.

Resulta curioso cómo nos convertimos en nutricionistas exigentes cuando se trata del menú escolar pero en casa aplicamos la filosofía del mientras no vean la etiqueta nutricional, no pasa nada.