Observamos cómo los adultos señalan con el dedo el uso excesivo del teléfono móvil entre los jóvenes, argumentando que pierden el tiempo en redes sociales o juegos. Sin embargo, si miramos a nuestro alrededor, vemos a estos mismos críticos absortos en sus pantallas durante reuniones familiares, comidas o incluso mientras conducen. Esta contradicción genera una brecha de credibilidad donde las lecciones pierden valor cuando quienes las imparten no las practican.


El espejo social que no queremos mirar

Los dispositivos se han convertido en extensiones de nuestras manos, herramientas que usamos para trabajo, ocio y comunicación constante. Los jóvenes crecen en este entorno y adoptan estos hábitos como normales, imitando lo que ven en sus mayores. Cuando un padre reprende a su hijo por usar el móvil en la cena, pero minutos después revisa sus notificaciones, está enviando un mensaje confuso sobre los límites y la autorregulación.

La normalización de la doble moral tecnológica

Criticamos el tiempo que pasan los jóvenes frente a las pantallas mientras justificamos el nuestro por razones laborales o informativas. Esta dualidad refleja una falta de autocrítica colectiva donde no reconocemos nuestra propia dependencia. Las estadísticas muestran que los adultos pasan horas diarias en aplicaciones similares a las que condenan en los más jóvenes, desde redes sociales hasta videos virales.

Resulta curioso ver a alguien quejarse del aislamiento social causado por los móviles mientras escribe un mensaje en su grupo de WhatsApp familiar durante una conversación cara a cara. La ironía se intensifica cuando esa misma persona publica en redes sociales sobre la importancia de desconectar, usando su smartphone para compartir el consejo.