El Obelisco de Calatrava se alza en Madrid como una escultura dinámica concebida para girar lentamente sobre su eje, creando un efecto visual helicoidal que maravillaba a los transeúntes. Su mecanismo interno, una obra de ingeniería compleja, permitía este movimiento continuo que simbolizaba la evolución y el progreso. Sin embargo, esta coreografía mecánica tuvo una vida efímera, pues pronto se enfrentó a problemas técnicos y económicos que llevaron a su desactivación permanente. Ahora, la estructura permanece inmóvil, como un testimonio silencioso de lo que pudo haber sido.


El mecanismo interno y su desconexión

Dentro del obelisco, un sistema de motores y engranajes cuidadosamente diseñado por Santiago Calatrava era el corazón que impulsaba el giro helicoidal. Este mecanismo requería un mantenimiento constante y especializado, con piezas que sufrían desgaste por la fricción y las condiciones climáticas. Los costes de reparación y el consumo energético resultaron prohibitivos para el ayuntamiento, que optó por desconectar el sistema definitivamente. Así, la escultura perdió su cualidad más distintiva, transformándose en una pieza estática que ya no cumple con su función original.

La paradoja de lo inacabado

Aunque el obelisco fue inaugurado como un regalo completo a la ciudad, la incapacidad de mantener su movimiento lo ha dejado en un estado de perpetua inconclusión funcional. Los madrileños y visitantes lo admiran por su estética, pero muchos desconocen que debería estar girando suavemente, creando un espectáculo de luz y sombra. Esta situación plantea preguntas sobre la sostenibilidad de las obras de arte tecnológicas y cómo el paso del tiempo puede alterar su esencia. El obelisco se ha convertido en un símbolo de la tensión entre la ambición creativa y la realidad práctica.

Es irónico que una escultura diseñada para moverse eternamente ahora esté más quieta que la mayoría de los monumentos de la ciudad, como si el tiempo mismo se hubiera congelado alrededor de ella.