Leo Harlem siente cómo sus sesenta y dos años pesan más de lo normal esta mañana, pero no es el cansancio lo que le preocupa, sino la extraña sensación de que su anuncio de jubilación ha activado algo que no debería haber despertado. Al pronunciar las palabras me jubilo, necesito parar un poco, un escalofrío recorre su espalda, como si el simple acto de plantearse descansar hubiera roto un equilibrio invisible que mantenía a raya algo antiguo y oscuro. Ahora cada vez que intenta relajarse, una presencia fría se materializa a su alrededor, susurrándole que el descanso eterno podría llegar antes de lo planeado.


El precio de la bondad

Lo que comenzó como un noble propósito de dedicarse a labores benéficas se ha convertido en una pesadilla cuando descubre que cada acto de generosidad alimenta sin quererlo a esa entidad que se nutre de sus intenciones. Las sonrisas de los beneficiarios se distorsionan en sus sueños, transformándose en muecas hambrientas que exigen más y más de su energía vital, mientras una voz susurra en su mente seguiré haciendo cosas a nivel benéfico en un bucle que nunca cesa, como un conjuro que ha sellado su destino.

La salud que se desvanece

Su deseo de ponerme bien de salud se ha vuelto irónico cuando cada chequeo médico muestra resultados perfectos, inexplicables para alguien que siente cómo su fuerza se escurre entre sus dedos. Los espejos reflejan a un hombre que envejece décadas en horas, sus articulaciones crujen con ecos de risas lejanas, y las sombras en su habitación se arrastran hacia él cada noche, como si su cuerpo estuviera cumpliendo la promesa de detenerse... pero para siempre.

Quizás el verdadero terror no sea trabajar hasta el final, sino descubrir que el descanso es solo la antesala de una eternidad de servicio forzoso, donde hasta los actos más puros se convierten en cadenas.