Cuando el cielo se oscurece sobre los valles asturianos y el viento comienza a gemir entre las montañas, algo más que una simple tormenta se aproxima. Los ancianos cierran postigos con manos temblorosas mientras murmuran oraciones olvidadas, porque saben que el Nuberu cabalga sobre las nubes negras. No es un dios benevolente ni un espíritu amable de la naturaleza; es la tormenta hecha conciencia, la furia del clima personificada en una figura ancestral que disfruta sembrando el pánico entre los mortales. Su sola presencia hace que los perros aúllen desesperados y los niños se escondan bajo las camas, presintiendo el peligro que se avecina con cada trueno que retumba en la distancia.


La aparición del señor de las nubes

El Nuberu nunca se muestra completamente, solo se insinúa entre la llovizna y los relámpagos. Su silueta es alta y demacrada, envuelta en capas de niebla movediza que se aferran a sus huesos como un sudario líquido. Lleva un sombrero de ala ancha que oculta su rostro, aunque quienes afirman haberlo visto juran que bajo ese ala solo hay oscuridad y dos puntos de luz fría que observan sin pestañear. Sus dedos, largos y huesudos, manipulan las nubes como si fueran marionetas, tejiendo tempestades con movimientos precisos y calculados. Cada gota de lluvia que cae lleva su esencia, cada rayo que cruza el cielo es un latigazo de su ira infinita. Se mueve entre la tormenta como un espectro, apareciendo y desapareciendo entre los árboles doblados por el viento, siempre acompañado por el sonido de truenos que no suenan naturales sino como risas ahogadas que vienen del cielo.

El terror que trae consigo

Lo más aterrador del Nuberu no es su aspecto, sino lo que representa: el control absoluto sobre las fuerzas más destructivas de la naturaleza. Cuando decide visitar una aldea, no hay refugio que valga. Sus tormentas derriban tejados centenarios, arrancan árboles de cuajo y hacen que los ríos se desborden con furia inusitada. Pero el verdadero horror no está en la destrucción material, sino en lo que hace con las almas de aquellos que se atreven a desafiarle. Cuentan las leyendas que se lleva consigo a los niños desobedientes, transformándolos en nubes grises que seguirán sus órdenes por toda la eternidad. Otros hablan de agricultores que, tras insultar al cielo durante una tempestad, amanecieron al día siguiente con la mente vacía, incapaces de articular otra palabra que no fuera el sonido del viento y la lluvia. El Nuberu no mata, no necesita hacerlo; prefiere corromper, transformar, dejar marcas permanentes en quienes osan subestimar su poder.

Dicen que cuando el Nuberu está de buen humor, simplemente moja los campos con lluvia ligera, pero cuando se enfada, la tierra tiembla y las almas se estremecen. Qué suerte tenemos de que este antiguo señor del clima prefiera jugar con nuestras cosechas en lugar de con nuestros huesos, aunque quién sabe cuándo cambiará de opinión y decidirá que los humanos somos más interesantes como juguetes rotos que como agricultores aterrorizados. Después de todo, en un mundo donde el clima se ha vuelto impredecible, quizás el Nuberu esté finalmente divirtiéndose de verdad.