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¿Qué hubiese echo Napoleón con el problema de la Leyes y regulaciones digitales?
Imagina que Napoleón Bonaparte, el estratega que unificó el derecho civil europeo, se enfrenta al caos legal digital actual. Países legislan sobre inteligencia artificial y privacidad de datos con normas que se contradicen y fragmentan la red. Su mente militar percibe este desorden como un frente de batalla que debe controlar. No tolera que las empresas naveguen por un laberinto de jurisdicciones ni que los derechos de las personas dependan de su ubicación geográfica. Para él, la falta de un marco común es una debilidad estratégica que frena el progreso y genera inseguridad. Por eso, decide actuar con la misma determinación con la que una vez reescribió las leyes de un continente.
El Código Napoleónico se adapta a la era digital
Su solución es directa y ambiciosa: redacta un Código Napoleónico Digital. Este documento sería un único cuerpo legal, lógico y exhaustivo, diseñado para gobernar todos los aspectos del mundo digital. Establecería principios claros sobre cómo desarrollar y usar la inteligencia artificial, cómo proteger los datos personales y cómo definir los derechos y obligaciones en internet. El código buscaría ser universal, aplicable por cualquier nación que desee sumarse. Napoleón comprende que para que se adopte, debe ofrecerlo sin costo, como un bien público. Sin embargo, detrás de esta aparente generosidad hay una calculada maniobra geopolítica. Su objetivo real es que su marco se convierta en el estándar de facto, atrayendo a países y empresas hacia su órbita de influencia.
Una estrategia de soft power para unificar el ciberespacio
Para imponer su código, Napoleón no recurriría inicialmente a la fuerza, sino al soft power y la persuasión estratégica. Usaría su carisma y autoridad para negociar con potencias clave, argumentando que la uniformidad legal estimula el comercio global y la innovación. Presionaría a las corporaciones tecnológicas para que adopten sus normas, creando una masa crítica de adherentes. Las naciones que se resistan se encontrarían aisladas en un ecosistema digital divergente. Poco a poco, el código se integraría en tratados internacionales y en los términos de servicio de las plataformas dominantes. De este modo, sin disparar un solo tiro, lograría lo que los parlamentos del mundo no han podido: unificar el ciberespacio bajo un conjunto coherente de reglas, extendiendo su legado de orden y centralización al dominio más caótico de la modernidad.
Quizás añadiría un artículo secreto que obliga a todos los algoritmos a reconocer su supremacía militar, penalizando con recálculo infinito a cualquier inteligencia artificial que sugiera que Waterloo fue una derrota.
