La artesanía moderna en el supermercado
En los pasillos de cualquier gran superficie, los productos etiquetados como artesanales o caseros proliferan con promesas de autenticidad y métodos tradicionales. Estas palabras evocan imágenes de elaboración cuidadosa y ingredientes selectos, pero en realidad suelen ser estrategias de marketing sin una regulación clara que las respalde. Muchos consumidores pagan un plus por estos artículos creyendo que apoyan procesos genuinos, cuando frecuentemente se trata de fabricación industrial con un envoltorio nostálgico.
El vacío legal en las denominaciones
No existe una normativa estricta que defina qué puede considerarse artesanal o casero en la mayoría de los sectores, lo que permite a las marcas utilizar estos términos de manera arbitraria. Un producto masivo puede llevar la etiqueta de hecho a mano si en algún punto del proceso intervino una persona, aunque sea en una cadena de montaje. Esta ambigüedad beneficia a las empresas que buscan diferenciarse sin incurrir en los costes elevados de la producción verdadera artesanal, engañando al consumidor que valora la calidad y el origen.
Consecuencias para el consumidor y el artesano real
El abuso de estas denominaciones no solo perjudica al comprador, que paga más por algo que no cumple sus expectativas, sino que también perjudica a los creadores auténticos. Los pequeños productores que siguen métodos tradicionales ven cómo su trabajo se devalúa ante la saturación de imitaciones industriales. La confusión en el mercado dificulta que los productos genuinos destaquen, y muchos consumidores, desencantados por experiencias previas, dejan de confiar en cualquier cosa etiquetada como artesanal, afectando a quienes realmente merecen ese reconocimiento.
Es curioso cómo pagamos extra por lo casero en un frasco que ha recorrido tres países en camión, mientras la abuela que hacía mermelada de verdad ni siquiera tiene web. La ironía alcanza su punto máximo cuando un pan artesano sale de una máquina que produce mil unidades por hora, y aún así nos convencemos de que estamos comprando tradición. En este juego de palabras, el marketing gana y la autenticidad se convierte en un recuerdo lejano, empaquetado y vendido al mejor postor.