La leyenda de Verónica y el espejo maldito
Cuando el reloj marca la medianoche y la luna se oculta tras las nubes, un ritual prohibido aguarda a los incautos. En la penumbra de un cuarto de baño o dormitorio, con solo una vela temblorosa como testigo, quien se atreva a sostener unas tijeras abiertas frente al espejo y susurre nueve veces el nombre de Verónica desatará algo que nunca podrá contener. El vidrio comienza a empañarse con un aliento que no es humano, y las sombras en el rincón se arremolinan con intenciones que hielan la sangre. Cada repetición del nombre acerca más la presencia, hasta que en la décima invocación el reflejo ya no muestra tu rostro, sino el de ella, con ojos vacíos y una sonrisa torcida que promete locura o una muerte lenta.
El origen del sufrimiento eterno
Verónica no fue siempre un espectro sediento de venganza. Cuentan que era una joven de cabello oscuro y mirada inocente que, en una noche similar a esta, participó en una sesión de ouija que salió terriblemente mal. Los espíritus que convocó se negaron a retirarse, y en la confusión, un espejo se quebró cerca de ella, cortando su vida en el acto o arrastrándola al otro lado para siempre. Desde entonces, su alma atormentada busca espejos a medianoche, esperando que alguien repita su error para tener compañía en su eterno suplicio. Quienes la han visto describen un frío que penetra los huesos y un susurro que carcome la razón, dejando solo ecos de locura en su estela.
Consecuencias de invocar lo innombrable
Quienes sobreviven al encuentro con Verónica no son los mismos. Algunos despiertan con arañazos inexplicables en los brazos, otros pierden la capacidad de dormir sin ver su rostro en cada superficie reflectante. Los menos afortunados enloquecen de inmediato, gritando sobre sombras que los siguen y espejos que sangran. Se rumorea que Verónica no se contenta con asustar; anhela arrastrar a sus víctimas a su dimensión de oscuridad, donde el tiempo se detiene y el sufrimiento es infinito. Las tijeras que usaste en el ritual pueden encontrarse después manchadas de rojo, aunque no haya heridas visibles en tu cuerpo, un recordatorio mudo de que ahora le perteneces.
Si alguna vez sientes la tentación de probar este juego, recuerda que las tijeras no solo cortan el aire, también pueden cercenar tu cordura, y la vela no ilumina el camino de regreso, sino el abismo del que no escaparás. Al menos, si mueres, tendrás compañía en la oscuridad.