El veredicto final se cierne sobre el jefe de los fiscales
La sala del Tribunal Supremo se sumerge en un silencio sepulcral mientras los siete magistrados sostienen entre sus manos el destino del máximo fiscal. Sus rostros permanecen impasibles, pero sus ojos delatan la pesadilla jurídica que se desarrolla tras bambalinas. Cada documento contiene secretos que podrían destrozar carreras y vidas, mientras la sombra de la corrupción se arrastra por los pasillos como una niebla tóxica. La atmósfera se ha vuelto tan densa que hasta los guardias de seguridad contienen la respiración, preguntándose quién será el próximo en caer en esta red de traiciones institucionales.
El peso de la sentencia
Cada magistrado lleva consigo no solo el expediente, sino el fantasma de decisiones pasadas que regresan para atormentarles. Los murmullos en los corredores del poder sugieren que algunos documentos han desaparecido misteriosamente, mientras otros aparecen con anotaciones sangrientas que nadie recuerda haber escrito. Las miradas se cruzan en la oscuridad de la sala de deliberaciones, donde las sombras parecen moverse con voluntad propia y los ecos de veredictos anteriores susurran advertencias desde las paredes. La línea entre la justicia y la venganza se desdibuja peligrosamente en este teatro legal donde cada palabra podría ser una sentencia de muerte.
La sombra de la corrupción
Los testigos clave han comenzado a desaparecer uno tras otro, sus hogares amanecen con símbolos oscuros pintados en sus puertas. Quienes se atreven a hablar mencionan figuras encapuchadas merodeando los juzgados durante la noche, y documentos que cambian de contenido bajo la luz de la luna llena. El propio edificio del Tribunal Supremo parece haber desarrollado una conciencia siniestra, con puertas que se cierran solas y ecos que repiten frases de juicios condenados hace décadas. La corrupción ya no es solo un delito, sino una entidad viva que se alimenta del miedo y la desesperación de quienes intentan combatirla.
En estos momentos, los abogados más experimentados revisan sus testamentos antes de entrar a la sala, mientras los fiscales junior encuentran extrañas manchas oscuras en sus expedientes que parecen latir con vida propia. El café en las máquinas expendedoras sabe a metal y miedo, y los retratos de antiguos magistrados en los pasillos tienen los ojos inyectados en sangre que siguen a cualquiera que ose mirarlos más de tres segundos.