La presencia oscura del fantasma en los ascensores de Sevilla
Cuando la puerta del ascensor se cierra en algún edificio antiguo de Sevilla, el aire se espesa y la temperatura desciende de forma repentina. Los botones del panel comienzan a parpadear con un ritmo cardiaco mientras una presencia femenina se materializa en el rincón más oscuro. Ella nunca mira directamente, pero su cabello negro y húmedo oculta un rostro que todos intuyen deforme, y sus dedos largos y pálidos se arrastran sobre las paredes metálicas dejando un rastro de humedad putrefacta. Los testigos describen cómo la respiración se les hiela en el pecho cuando su silueta se acerca sin hacer ruido, como si flotara sobre el suelo de madera crujiente.
El ritual de aparición
Siempre aparece entre el tercer y cuarto piso, cuando el ascensor cruje con más fuerza y las luces titilan hasta casi apagarse. Primero llega su olor a flores marchitas y tierra mojada de cementerio, después un susurro que parece provenir de todas direcciones simultáneamente. Las cámaras de seguridad captan solo interferencias y sombras que se retuercen, pero quienes la han enfrentado directamente juran que sus ojos son pozos vacíos que absorben la esperanza. Algunos mantienen que intenta comunicarse mediante golpes secos en las paredes, mientras otros insisten en que solo repite una pregunta en un español antiguo y distorsionado.
La maldición que persiste
Ningún exorcismo ha logrado desterrarla completamente, pues se alimenta del miedo de quienes viajan solos en esas jaulas metálicas. Los psíquicos locales advierten que cada encuentro fortalece su conexión con nuestro plano, permitiéndole manifestarse por más tiempo y con mayor intensidad. Las autoridades cierran casos atribuyéndolos a histeria colectiva, pero los vigilantes nocturnos conocen la verdad: ella elige a sus víctimas entre quienes cargan culpas ocultas, apareciendo justo cuando creen estar a salvo entre cuatro paredes.
Lo más aterrador no es su aparición, sino cómo te hace cuestionar tu propia cordura mientras compartes esos sesenta segundos eternos con algo que no debería existir. Y lo peor de todo es que, cuando las puertas se abren, a veces decides quedarte dentro porque lo que espera en el pasillo parece mucho más peligroso que lo que llevas contigo en la cabina.