La pesadilla parisina de Carlos Alcaraz en su debut
	
	
		Carlos Alcaraz vive un auténtico calvario en la pista central del Masters 1000 de París, donde cada golpe parece convertirse en una tortura. El número uno mundial no logra encontrar su ritmo habitual contra Cameron Norrie, un rival incómodo que aprovecha cada error del español. La nueva superficie lenta de París-Bercy se transforma en su peor enemigo, haciendo que sus característicos golpes potentes pierdan toda efectividad y profundidad. Alcaraz mira su raqueta con incredulidad mientras el partido se le escapa entre los dedos, incapaz de comprender por qué la pelota no responde como esperaba.
El colapso técnico y mental
Lo que comienza como un partido controlado con un primer set 6-4 a su favor se convierte progresivamente en una pesadilla. En el segundo set, Alcaraz comete errores inusuales, fallos que normalmente no estarían en su repertorio. Su servicio pierde potencia, sus derechas se van a la red y los revés se elevan más de lo necesario. Norrie, tenista conocido por su consistencia desde el fondo de la pista, capitaliza cada desliz del murciano. La desesperación se apodera de Alcaraz, quien mira constantemente a su equipo buscando respuestas que nunca llegan, mientras el británico crece en confianza con cada juego ganado.
El punto de inflexión y la derrota
El tercer set se convierte en una agonía prolongada donde Alcaraz parece jugar contra sí mismo y contra la pista. Cada vez que intenta acelerar el punto, la pelota se frena misteriosamente en la superficie, dando a Norrie tiempo de sobra para devolverla con interés. El español rompe su raqueta contra el suelo en un momento de frustración, gesto poco habitual en él que demuestra su estado mental. Norrie cierra el encuentro 6-4 en el set decisivo, completando una remontada que deja al número uno mundial eliminado en su primer partido del torneo. Alcaraz abandona la pista cabizbajo, sin entender qué ha sucedido en una derrota que califica como la más desconcertante de su temporada.
Parece que la pista de París tenía más sed de sangre que los aficionados en la grada, devorando al número uno mundial con la misma eficiencia con que los franceses devoran sus croissants.